Un amigo - El Rincon Cubano

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Un amigo

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Entre riqueza y necesidad, mejor un amigo.
De la identidad cubana, la lealtad, un principio.
Por Oniel Moisés Uriarte.

Estoy plenamente convencido, que a ningún cubano nunca le ha hecho falta , estudiarse un manual donde se indique, como hay que sentir al amigo con el que creciera, porque para los cubanos el amigo de la infancia es un hermano, la madre de ese amigo, como la propia madre y sus hijos, sus sobrinos. Eso no es necesario aprenderlo, porque es algo que nos viene en vena y corre raudo por nuestros sentimientos.

A lo largo de la vida vamos haciendo muchos amigos, pero aquellos con los que compartimos lo poco o lo mucho que poseyéramos, cuando apenas levantábamos una cuarta del suelo, sin lugar a dudas, son infinitas las emociones que nos identifican.

Cuando se nace y crece en un ambiente humilde y se comparte espacio común con familias, que al igual que la propia, luchan por el sustento diario y en el reconocimiento mismo de igualdad que las condiciones de vida crean, sin que estas obstruyan la coexistencia creando diferencias sociales. Es la fórmula que se aprende desde la base misma en la que se nace, en mi caso una vecindad, de las tantas que existen en la calzada de Monte, en ciudad de La Habana.

Estos sentimientos tan arraigados en los cubanos, han ido pasando entre generaciones, sin que necesariamente hayan sido establecidos como normas de estricto cumplimiento, lo que nos hace, no especiales, pero si diferentes. Diferentes, cuando se trata de abrir los brazos, para que el corazón quede a flor de piel y no quepa duda, de la sinceridad en el ofrecimiento.

Así fuimos creciendo en el ejemplo de nuestros mayores, quienes nos enseñaron que poco es mucho, si interiorizamos que con lo necesario se vive en la riqueza, mientras que la riqueza vive de la necesidad, si esto representa, dar la espalda a quien requiere de nosotros mismos.

Yo crecí recibiendo amor, sin que tuviera que ser necesariamente, el de mi propia familia, cariño y cobijo recibí también de mis vecinos, padres, madres y abuelos de los que aún, pasado muchos años, nos seguimos llamando hermanos y los hijos de estos, son nuestros propios hijos, donde quiera que nos encontremos. Eso fue lo que aprendí desde la cuna y enarbolaré como principio innegociable hasta el último aliento.

Un inmueble, donde veinte familias, conviven día a día, separadas únicamente por finas paredes en horas del sueño nocturno, no puede generar más que solidaridad entre sus inquilinos, que devienen con el tiempo, en formar solidas relaciones familiares, apoyo incondicional, sentimientos compartidos en las alegrías, en las penas, en el logro de una meta alcanzada y en los sueños individuales o colectivos.

Un comerciante retirado, dos bodegueros, un pescadero, un lechero, un veterano cortador de caña, un policía licenciado, un tabaquero y un experimentado camarero entre otros disimiles oficios, eran sustentos de las familias en las que crecíamos al menos, de uno a cuatro muchachos por apartamentos, lo que hacía de nuestro edificio un lugar alegre, bullicioso, en el que la vida cotidiana se hacía a puertas abiertas, con niños correteando por los patios y pasillos o sentados en las escaleras inventando juegos, todos creciendo en armonía, en la misma armonía con la que nuestras madres se apoyaban unas a otras en la educación de los más de quince muchachos que conformábamos aquel pequeño ejército de inquietos chiquillos.

Puede ser que muchos de los cubanos y cubanas que lean estas líneas, se vean identificados en ellas, de ser así, entonces corrobora que el sentir es compartido y que nuestra identidad goza de total solidez. Que la enseñanza recibida de nuestros antecesores ha calado muy hondo en una sociedad, que aún estando diseminada por el mundo, nos hace fuertes, a la vez que enaltece el valor del pueblo que formamos todos.

Ser cubano es mucho más que un gentilicio, ser cubano es un compromiso con los que nos han marcado el camino y ya no están, al menos para mí, en el respeto que les debo y humilde compensación por el sabio ejemplo y del legado de honestidad recibido.

Si la base de la sociedad es la familia, entonces puedo decir sin temor a equivocarme, que mi familia es tan grande como la sociedad misma que conformara aquel ya casi derruido edificio, donde aprendí del valor del compromiso, de la lealtad a quienes no se debe defraudar nunca y el sentimiento profundo que hace más grande la capacidad de amar.

Hoy, cuando mi edificio amenaza con desaparecer, seguramente en cada una de sus paredes, los que ya no estamos para hacerlo, desde la distancia, nos apoyamos en la mano del que allí ha quedado, para tatuar las palabras que más necesitamos decirles a nuestros recuerdos… “nunca te olvidaremos”.

 
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