Un prejuicio que no caló en mi generación.La lucha legítima contra la homofobia.
Por Oniel Moisés Uriarte.
Desde hace unos días siento el orgullo de estar en contacto directo con un gran artista cubano, con quien tuve la oportunidad de trabajar muy de cerca en ocasión de una importante presentación que realizara en Madrid recientemente, y cito la palabra “orgullo” porque fue justo en los días que se celebraba la semana del World Pride Madrid 2017, en la que representaba a Cuba en esta destacada celebración mundial.
La seriedad y profesionalidad para realizar su trabajo sobre el escenario me causó gran impresión, pero mucho más me ganó su afabilidad, naturalidad y, sobre todo, por el respeto que predomina en la relación con su entorno.
En los días que han transcurrido desde su actuación en Madrid, muchas veces hemos estado en contacto y he tenido en esas conversaciones la oportunidad de compartirle mi opinión personal acerca de su proyección artística que básicamente se fundamenta en el arte del transformismo, algo que hace a la perfección como a nadie había visto tan de cerca hacer antes.
Y esta experiencia vivida recientemente me ha llevado a recordar a alguien muy cercano nacido en el mismo edificio en el que nací y crecí, experiencia que mucho tiene que ver con mis años de niñez y adolescencia, época en que el transformismo en Cuba era apenas practicado, mal visto y repudiado por el oficialismo, pero también por un sector muy crítico de nuestra sociedad.
En el segundo piso de aquel edificio vivía un muchacho de apenas algunos años mayor que todos los otros chiquillos nacidos en el inmueble. Cuando jugábamos muy cerca de su puerta, su casa permanecía custodiada por una reja de hierro forjada, la cuál le impedía relacionarse de forma directa con nosotros y su único entretenimiento entonces era vestir y calzar las prendas de su madre, lucir aretes, collares y pintoretear su cara con cosméticos baratos.
Así creció aquel muchacho, sin otra opción posible que hacerlo en solitario, solo, bajo el férreo carácter de un padre, obrero de fábrica y militante comunista, que como persona era excepcional, pero muy cruel con su hijo, dada la manifiesta inclinación y las amaneradas actitudes de este, que hacía que todos le viéramos más como la chica que quería ser y no como el chico que se empeñaba su padre fuera, cuando bien sabía que el hijo solo estaba atrapado en su propio cuerpo.
Sin embargo, aquella declarada actitud femenina nunca fue un impedimento para que todos nosotros le respetáramos, quisiéramos y hasta cuidáramos y ya entrados en la adolescencia llegar a ser, como bien pudiera decirse, ángeles de su guarda. Años en que no fueron pocas las veces, que al menos yo, con mi hermano mayor, le acompañáramos a lo largo de la calle Monte justo hasta la calle Cárdenas, donde hacían esquina los por entonces conocidos y muy populares “Paragüitas de Prado”, lugar de reunión de los homosexuales venidos de muchas partes de la Habana y todo ello lo hacíamos para que a lo largo de aquel trayecto desde nuestra casa, no fuera objeto de las burlas y ataques verbales de algún transeúnte de aquellos intransigentes que abundaban por entonces o fuera detenido por la policía en las constantes redadas que realizaban en la zona intentando de forma infructuosa desactivar el punto de encuentro de lo que oficialmente identificaban como lacra social.
A ninguno de los muchachos que en aquel edificio crecimos, nadie nos enseño normas de conducta para relacionarnos con quien fuera diferente a nosotros, aceptar esa diferencia y convivir con ella dentro del más estricto respeto fue algo que adquirimos con el ejemplo de los mayores, quienes con espontanea tolerancia nos enseñaron que los valores morales no estaban reñidos con la inclinación sexual de cada uno.
Han transcurrido muchos años desde que viera por última vez a aquel amigo, al que, si la vida me diera la oportunidad de reencontrar, sin lugar a dudas le abrazaría con mucho cariño, aun cuando me han contado quienes lo han podido ver, que anda por algún que otro club de la Habana cantando las canciones que popularizaran las grandes divas de la canción cubana, vestido y maquillado como ellas, razón por la que me sería muy difícil reconocerle en su bien realizada transformación. Pero si llegado el momento del reencuentro, no pudiéramos reconocernos, el desencuentro para mí sería motivo de satisfacción, porque al menos así sé que el ó ella como mejor quiera llamársele, pudo cumplir el sueño de ser quien siempre quiso ser, luchando contra la férrea voluntad de un padre que le negara ese derecho y una sociedad que estigmatizó siempre su condición, le persiguió hasta el acoso y castigó su elección.
Hoy me siento orgulloso de ser un hombre de este siglo, tolerante y reivindicativo de los derechos fundamentales de los seres humanos, sean cuales sean, su creencias religiosas, afiliaciones políticas o inclinaciones sexuales. Valores que aprendí en lo que es hoy un arcaico y deteriorado edificio de la calzada de Monte, en la vieja Habana, que guarda en sus despintadas paredes el paso de varias generaciones de hombres y mujeres que, a pesar de convivir en los límites de dos barrios marginales, en los que el machismo puro y duro se respiraba en sus calles, en manifestación bien arraigada a la sociedad de por entonces, y aun así fuéramos capaces de no ser calados por aquellos prejuicios sociales que tanto daño hicieran a quienes por naturaleza impuesta, se consideraran diferentes.