La suerte es loca - El Rincon Cubano

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La suerte es loca

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Para la desgracia, mi amigo “El Plátano”, un imán.
Cuando la suerte no acompaña, mal asunto.
Por Oniel Moisés Uriarte.

Hay personas que vienen a la vida con suerte para la desgracia, peculiaridad que bien pudiera considerarse muy personalizada y especial. Yo tuve la suerte de conocer desde muy joven, a uno de estos hombres fatales, de los que en Cuba consideramos cagados por un aura tiñosa. Ha sido mi amigo desde que comenzara mis andanzas de adolescente inquieto, razón por la que compartíamos muchas horas en común.

Mi amigo, al que identificaré en esta historia como “El Plátano”, apelativo que desde muy pequeño le endilgaran en su familia, siempre fue largo y flaco, de parpados caídos sobre sus grandes ojos, que aparentaban estar siempre soñolientos. 

Su lento caminar, sostenido por una alargadas piernas y metiendo el enorme pie derecho hacia adentro, le daban aun mayor aspecto de estar inmerso en un cansancio perenne. Sus palabras brotaban envueltas en una voz muy ronca, arrastrando las palabras como si las masticase, antes de salir de la inmensa boca, en la que destacaba un prominente labio inferior. Los largos brazos, terminados en delgados dedos que más bien parecían tentáculos, colgaban desde los cargados y anchos hombros, como cosidos al cuerpo. No le faltaba nada a mi amigo “El Plátano” para que los padres cuando sus pequeños hacían travesuras, les aterrorizaran argumentando que si no se portaban bien, se los llevaría el hombre, que más del saco, pareciera propiamente el saco.

La suerte para las desgracias de la que gozaba mi amigo El Plátano, bien podía medirse en ejemplos como los que les muestro aquí. Si íbamos al estadio Latinoamericano para ver un juego de beisbol, donde participara el equipo Industriales, aun cuando llegáramos muy temprano, el único que no alcanzaba asiento era él. Si una pelota, por el efecto de un mal golpeo del bateador en turno, iba al público, no fueron pocas las veces que terminaban por chocar en su cuerpo. Si un vasito pequeño de papel, en el que se servía el café entre las gradas, se caía de las manos del cafetero, o de las suyas propias, no había otro pantalón o camisa que mejor lo recibiese que los del Plátano. Pero la cosa iba a más, si en una discusión por alguna jugada se producía entre aficionados, el pobre desgraciado, por el solo hecho de decir una palabra mal interpretada, desataba una trifulca, en la que siempre la policía, con quien cargaba, era con él.

Recuerdo una ocasión que viajamos a la ciudad de Matanzas por sus fiestas de carnavales y ya terminada la noche, para regresar a La Habana, nos fuimos a la terminal de trenes y ómnibus interprovinciales. Allí esperábamos la salida de un transporte que nos trasladara a la capital, después de tan larga jornada, en la que el cansancio nos venciera a todos, pero al Plátano más que al resto. Despatarrado en el asiento que ocupaba, estuvo más de dos horas sin dar de sí y bastó que abriera los ojos y se levantara medio dormido, buscando los aseos, cuando tropezara con los pies de un hombre que dormitaba en otro asiento y lo hiciera de forma tan aparatosa, que casi va a dar de bruces contra el suelo. Repuesto del traspié, no se le ocurrió otra cosa que patear al infeliz, que una vez puesto de pie resultó no serlo tanto, porque le arreó un puñetazo en plena cara al Plátano, que casi lo noquea, continuando con una lluvia de patadas, que si no lo aguantan, lo mata.

Tal era la suerte de este desgraciado, que un día a su casa llegó la noticia del fallecimiento del padre, quien vivía en Los Estados Unidos, desde hacía muchos años. País donde se radicara años antes del primero de enero del 59 y en el que hizo fortuna como jugador de beisbol. Con su muerte, dejaba una cuantiosa herencia, a repartir entre los dos hijos que habían nacido allí en New York, el Plátano y su hermana que vivían en Cuba. Todo esto sucedía justo cuando se aprobaba una ley en el congreso, en la que quedaba prohibida el disfrute económico de la herencia, a quienes vivieran en la isla y por más gestiones que hicieron para viajar y radicarse en territorio americano, nunca les fue concedida la visa.

Por tener tanta suerte para las cosas malas, al Plátano le tocó lidiar con una diabetes de las bien pesadas, cuando ya se había bebido hasta el agua de los floreros a lo largo de su vida. Si esta enfermedad hubiera aparecido antes, como ya estaba predestinado a ello, le hubiera evitado aguantar tantos trompones, propiciados por los líos en los que se metía, cuando se bebía dos tragos o tres cervezas de más. Como el día que salimos de una fiesta en el hotel Plaza en La Habana y en el ascensor en el que bajábamos al recibidor, discutían dos jóvenes de forma acalorada.

El Plátano que ya iba con el pico bien entonado, intercedió en la discusión, intentando apaciguar los ánimos, pero con tan mala suerte, que se le enredó la lengua, soltando una palabrota con la que los contendientes se dieron por aludidos y como era de esperar, se armó la gorda.

Bajo los soportales del hotel intentaba yo aguantar a uno de los jóvenes involucrados en la pelea, cuando en medio de la calle, a través de un auto detenido, solo veía la figura del Plátano como subía su cuerpo sostenido por unos rudos brazos, a la altura del techo del vehículo y como desaparecía a continuación buscando el pavimento. Cuando pudimos quitárselo de encima el Plátano gritaba como un poseso <quítenle el palo, quítenle el palo>, cuando aquella bestia, solo tenía dos puños como herraduras de caballo, con los que le repartía patadas de mulo en todo el cuerpo.

Así transcurrió la juventud de mi gran amigo el Plátano, entre palizas que el mismo provocaba y la gran suerte para las desgracias. Pero eso sí, con un corazón inmenso en medio del pecho, un buen hombre y un gran amigo, del que ni la distancia, ni el tiempo, han podido separarme.


 
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