Una ciudad que nunca me fue ajenaLa Habana que viví en otra piel. Ernesto emprende un viaje sin regreso. (Parte X)
Por Oniel Moisés Uriarte
En poco más de un mes Ernesto Balaguer cumplirá 33 años, corría el mes de diciembre de 1958 y a dos días de festejar la navidad, tenía preparado un viaje a Nueva York para reencontrarse con María Elena, la mujer con la que planeaba casarse.
Un año lejos de ella le habia hecho reflexionar y concluir en la necesidad de estar a su lado para compartir el día a día planteándose un proyecto de vida en común. La decisión ya estaba tomada y solo faltaba que el vuelo de Pan American despegara rumbo a los Estados Unidos para hacer realidad tan deseada unión. Ernesto El Bala, sabía bien que el tiempo de duración de este viaje dependía de las condiciones que encontrase al llegar a Los Estados Unidos. Ya para entonces en el escenario político de Cuba se respiraba un clima muy tenso, dado el avance de los rebeldes bajados desde la Sierra Maestra, ganando terreno por día y situados ya al centro de la isla.
Ernesto conocía a muchos de los jóvenes de la capital que se habían sumado algunos meses antes a las filas del ejército rebelde que combatía en la zona Oriental, por ellos sabía de forma vaga, el propósito de aquella lucha y aunque no era nada oficial aún, si algo le quedaba claro era que mucho espacio para una vida disipada como la que había vivido hasta entonces, no tendría cabida en la nueva sociedad como la que se planteaban construir.
En la mañana antes de tomar el camino hacia el aeropuerto, fue a despedirse de su madrina, al mediodía pasó por la casa de sus padres con quienes almorzara. Ya cumplido los saludos de rigor salió a la calle a caminar un rato para inhalar el aire puro de un día fresco del sutil invierno cubano, en un mes de diciembre como aquel, que de forma intuitiva le sugería que al menos en esa, su ciudad, no volvería a respirar por largo tiempo.
Bajando por la calle Merced desde Bayona llegó a la estación de servicios en La Avenida del Puerto, donde se despidió de su amigo Roberto, empleado desde muy joven en aquella gasolinera. Siguió su camino por la acera al lado de la bahía, observando cada detalle de lo que sus ojos reconocían, como queriendo retener en su mente cada palmo de aquel paisaje que tan cercano le resultara desde muy pequeño. Sumido en sus pensamientos avanzó por la Alameda de Paula, dejando atrás el embarcadero del Muelle de Luz, el bar-restaurante Dos Hermanos, donde compartiera un trago de Bacardí a la roca a modo de despedida con Manolito, su amigo desde la infancia. Siguió su camino dejando atrás La Basílica de San Francisco de Asís, La Plaza de San Francisco con su popular Lonja del Comercio, La Puerta de O´Relly, justo donde comenzaba el Castillo de la Real Fuerza y frente, desde el otro lado de la bahía el inmenso Cristo se le antojaba diciéndole adiós. A su izquierda, perfilándose entre adoquines, las torres de la catedral dejaron escapar dos campanadas anunciando la hora de la tarde en La Habana. Calculando el tiempo que aún le quedaba para su viaje prosiguió su camino hasta la explanada de La Punta para sentarse sobre el muro con los pies colgados hacía afuera, mientras observaba la bandera que ondeaba en lo alto del Castillo del Morro y el movimiento de los pequeños y coloridos botes de pescadores balanceados por la resaca causada por un barco de gran calado que salía buscando mar afuera.
Desde aquella posición que ocupaba, podía ver el interminable muro de concreto a todo lo largo del litoral habanero, el incesante ir y venir de autos por la ancha avenida y a hombres, mujeres y niños paseando por la amplia acera del Malecón. Divisaba el recién concluido hotel Deauville, el monumento a Antonio Maceo, el hotel Habana Hilton, el hotel Riviera, el moderno edificio Focsa, el hotel Nacional, el monumento al Maine, y al final la embajada americana en La Habana. Todo aquel paisaje en detalles lo iba guardando en su mente, ayudado por la luz, que a pesar de ser un día algo nuboso, en la que débilmente el sol calentaba, daba un color especial a lo que se le antojaba como una fotografía única. Allí, ante él, estaba su Habana, la que llevaba en venas, la que cubría su piel, la que respiraba en amplias bocanadas, para llenar de optimismo sus pulmones, la ciudad que conocía en cada paso que los años en ella vividos, le permitieron descubrir, la capital que con sus manos cada día moldeara en un intento por sentirla y hacerla mejor. Así, con puntadas muy finas pero resistentes, iba Ernesto cosiendo La Habana en su corazón.
Cruzó la avenida haciendo señas a un taxi que le llevara hasta la calle Lamparilla donde se encontraba su taller de joyería. Una vez allí intentó dejar organizada la mesa de trabajo, hizo algunas llamadas, entre ellas a su amigo Candito a quien dejaría las llaves del local para que se hiciera cargo en su ausencia. Llegado éste, se abrazaron en una despedida breve pero emotiva, en la que ambos se deseaban unas felices fiestas y un pronto reencuentro.
Subió a su auto, un flamante Chevrolet del 57 color azul y blanco, conducido esta vez por su amigo de toda la vida, Jorge, masón como él y que al igual que Candito, hombre de su total confianza, con quien había acordado le recogiera para trasladarle al aeropuerto. En el trayecto, silencioso, absorto en sus pensamientos, respondía a la incansable perorata de Jorgito con movimientos involuntarios de su cabeza o balbuceando muy bajo alguna palabra incoherente.
Al llegar a la terminal aérea recogió el escaso equipaje que le acompañaba y después de un abrazo fraternal se volvió para mirar al cielo, en esos momentos muy azul y despejado. En la pista rugían los motores del DC-7 Douglas con destino a Miami y Ernesto El Bala, recorrió muy despacio los metros que le separaban de la escalerilla del avión, siendo el último en subir y el que sin intención hacia desesperar a la amable azafata que le invitaba a adentrarse en la nave, mientras se volvía para mirar por última vez, como si lo intuyera, la tierra que le viera nacer.