Una ciudad que nunca me fue ajena.La Habana que viví en otra piel. (Tercera parte.)
Por Oniel Moisés Uriarte.
La brisa nocturna del mar, traía consigo el olor del salitre, azufre y petróleo mezclado con aceite, vertido por las lanchas de pasajeros que atracaban en el muelle, procedentes de los ultramarinos pueblos de Regla y Casablanca.
Ernesto caminaba por la Alameda de Paula, dirección al muelle de Luz, despacio y con las manos en los bolsillos, echaba la cabeza hacia atrás, para aspirar aquel olor único e inconfundible, de La Habana de los años cincuenta. A lo lejos, rompía el silencio la voz de Ñico Membiela, escapada de la victrola de algún bar de mala muerte, ubicado en la zona.
Era algo tarde y aun había movimiento de pasajeros, vio como descendían de la lancha recién llegada, algunos marineros o braceros del puerto, acompañados de mujeres en busca del ocio que ofrecían los bares, cantinas y prostíbulos de aquella parte de la ciudad.
Ernesto se detuvo para mirar las luces de los barcos fondeados en mitad del puerto de La Habana, apoyó su brazo sobre la pierna derecha, que flexionada, descansó sobre el muro de hormigón, fumaba y tarareaba el bolero “Cuatro vidas” acompañando la voz de Ñico Membiela, cuando el ruido de los autos le dejaban escuchar la canción que le llegaba desde la victrola del más cercano bar. Apuró el cigarro en una honda bocanada de humo, lo lanzó hacia el agua renegrida, sucia y con manchas de combustible que chocaba contra el muro y se encaminó hacia el bar Dos Hermanos, en la misma avenida del Puerto, donde le esperaba una mujer.
Se paró en la puerta, repasando con la vista el interior, al final del salón, en una apartada mesa reconoció a un hombre, sin embargo, no veía por ningún lado a la mujer que debía esperarle allí. Recorrió los metros que le separaban de la mesa de aquel conocido rostro y le encaró, justo en el momento que aquel se alzaba deslizando la silla y sin cruzar palabras le señalaba un papel doblado sobre la mesa, dejándole solo. En la misma medida en que iba leyendo el contenido de lo que allí había escrito, el gesto de su cara se iba transformando en rabia. La carta era de la mujer a quien debía encontrar y aquel que decía ser su amigo, con su silencio al marchar, le estaba dejando claro que no solo era el mensajero de una decepción, sino el causante de esta.
Estrujó con fuerzas el papel, como si lo hiciera con los que ultrajaban su honor. Se dirigió a la pulida barra de cedro, pidió al cantinero un trago doble de ron Bacardí en strike, que bebió de una sola vez, para acto seguido, irse a la victrola y poner el disco que tantas veces había escuchado, pero el que siempre le resultara lejano, no como en aquellos momentos en que sentía como la voz de Orlando Vallejo, iba describiendo en la canción “Un amigo mío,” la desdicha que a él, en esos momentos, le tocaba vivir.
Aquel hombre presuntuoso, de actitud siempre arrogante, hoy se sentía herido en lo más profundo de su orgullo, pretendiendo ahogar su pena había bebido copa tras copa de la botella hasta embriagarse. Subía por la calle Merced desde la Avenida del puerto hacia la calle Compostela. Sus pasos eran inseguros, perdiendo el equilibrio por momentos y acto seguido intentando recuperar la compostura. Así llegó hasta el portón de un solar en penumbras, avanzó hasta la escalera y subió los peldaños que le separaban del primer piso, descorrió la cortina y entró en la pequeña habitación.
Una anciana mujer se balanceaba suavemente sentada en un sillón de madera, mientras se abanicaba aliviando el calor que reinaba en el ambiente. Su pelo era canoso y cuidadosamente peinado, vestía con sencilla blusa y falda de hilo blanco, su aspecto y el pulcro rostro ajado por el paso del tiempo le daban cierto aire de bondad, mientras sus ojos por momentos avivados y por momentos denotando gran cansancio, transmitían paz y sosiego.
Hasta aquella viejecita avanzó Ernesto, para dejar caer su cuerpo suavemente y apoyar la cabeza en su regazo, mientras la huesuda mano le acariciaba el cabello, en voz baja y entre sollozos le pedía perdón por no haber escuchado dos años atrás sus sabios consejos de madre. En la radio sobre la mesita de noche, al lado de la cama, se escuchaba muy bajo la voz de Orlando Contreras, cantando uno de los boleros de moda en aquellos años, ¿Amigo de qué?