Una ciudad que nunca me fue ajena.La Habana que viví en otra piel. (Primera Parte)
Por Oniel Moisés Uriarte.
Con paso firme, marcial y altanero, Ernesto Balaguer Arozarena caminaba por la calle Neptuno de la vieja Habana del caluroso verano de 1957, vestía una almidonada guayabera blanca de hilo y los botones superiores desabrochados de su camisa, dejaban ver una camiseta Perro muy blanca, con botones de oro, de su cuello colgaba una gruesa cadena también de oro, luciendo un medallón con la imagen de Santa Bárbara, sus pantalones eran de Dril Cien blanco, muy anchos, y enfundaba su pies en relucientes zapatos Amadeo, de dos tonos.
El rostro recién afeitado lucía un fino bigote negro y patillas bien cortadas, llevaba el pelo muy abrillantado y cuidadosamente peinado, en su boca un cigarrillo, que tras profundas bocanadas al retirarlo de sus labios dejaba descubrir un reluciente diente de oro. En su mano izquierda llevaba un fino sombrero de pajilla que apenas tocaba la cabeza en constante saludo que ofrecía a cuantos con él se cruzaban.
Ernesto Balaguer, conocido por el mote de “El Bala”, hombre libertino, nacido en el capitalino barrio de Belén, por parte de su padre, provenía de una familia camagüeyana que había hecho fortuna con la ganadería, posición económica que propiciara la posibilidad de enviarle a la capital para estudiar la carrera de derecho, etapa en la que conociera a la madre de Ernesto, una bella mulata con la que se casaría antes de acabar la carrera, motivo por el que la familia Balaguer-Arozarena tuvo que salir adelante sin la ayuda de los acaudalados abuelos de Ernesto, al retirarle todo tipo de apoyo económico. Este fue el motivo por el que su madre, María Rosario, trabajó como maestra de una escuelita pública del barrio de Belén y su padre, Don Ernesto trabajara compartiendo el tiempo entre una pequeña sastrería, donde confeccionaba la ropa de sus hermanos masones y llevando algún que otro caso como abogado penal. Ernesto a pesar de haber estudiado la carrera de derecho como su padre, no ejercía la profesión y trabajaba como joyero en su propio taller de la calle Lamparilla.
Ernesto “El Bala” amaba su Habana, la más profunda, compleja y a la vez cautivadora. Una Habana que conocía palmo a palmo y caminaba para sentirla. Mucho tiempo tendría que haber pasado en ella para conocerla como la conocía él. Una ciudad hecha de música y baile, donde desde el interior de los solares, brotaba la alegría, a pesar de las carencias, pero también la violencia generada por resentimientos. Una ciudad hecha a imagen y semejanza de ella misma, para no parecerse a ninguna otra ciudad del mundo, porque La Habana desde siempre ha sido única.
Una Habana de olores propios, inigualables e inconfundibles, diversa en olores, como diversa su gente. Porque la Habana que Ernesto conocía olía al asfalto y paredes húmedas después de la lluvia. A frijol negro o colorado puesto en la olla y a plátano maduro frito. Su Habana olía al salitre del mar al chocar contra el muro del malecón. Al humo de los autobuses, al puesto de frita frente al cine, a colonia, brillantina, laca para el pelo y creyón de labios. La Habana de Ernesto era elegante, de mujeres impecablemente peinadas y vestidos ajustados al torso. Hombres ataviados por guayaberas de hilo, trajes de casimir y dril cien. Una ciudad llena de colorido y luces de neón que anunciaban productos y lugares. La Habana de entonces no era perfecta, ni idílica, pero si envolvente, enamorada y esperanzadora. Ernesto la conocía bien y la amaba, por lo que a ella se entregaba, disfrutándole y compartiéndola.
Conocía cada rincón de la capital y su gente incluida, lo mismo compartía un trago de ron en San Isidro, que una cerveza en Los Sitios o Jesús María, Belén era su amado barrio, pero San Leopoldo no le era ajeno. Mucho menos Atares, Los Pocitos, La Timba, Pogolotti, Carraguao o Las Yaguas, en cada uno de ellos, vivía su propia experiencia.
La vida de Ernesto, en la Habana del año cincuenta y siete, transcurría entre mujeres y boleros, aún siendo un hombre arraigado a las costumbres de la época y entorno que le tocó vivir, donde se imponía la fuerza bruta y el machismo de sobrada prepotencia, al menos él, tenía la capacidad de saber diferenciar en qué momento podía entregarse a lo que verdaderamente le proporcionaba un inmenso placer, la música, pero en especial el bolero que en su letra iba describiendo situaciones como las que muchas veces le tocaba de cerca experimentar. El haber nacido en el barrio de Belén en La Habana y crecer entre bandas callejeras, alcohol y mujeres de la vida, le habían curtido desde muy joven. Sus finas facciones, un cuerpo vigoroso y buen gusto para vestir, además del férreo carácter y su parquedad al hablar, le habían granjeado una muy buena aceptación entre las féminas y despertado la rivalidad de muchos hombres.
Hoy, Ernesto caminaba su Habana y al llegar a la esquina de Neptuno con Aramburu, se detuvo y entró al bar, pidió una cerveza polar y se dirigió a la victrola al fondo de la barra, inclinándose sobre el cristal de la maquina musical, para depositar una moneda, cuando por su espalda, se deslizaron con delicadeza, buscando sus hombros, las manos de una mujer. Se volvió muy despacio y ante él, se erguía el más esplendoroso prototipo de mujer cubana, una bella joven de piel trigueña, pelo endrino y ojos tan negros como el azabache, ataviada con ajustado vestido que dejaba al descubierto los bellos hombros y calzada con zapatos de tacones no muy altos, Ernesto le ciñó por la cintura, aproximándola a su cuerpo, mientras ella le rodeaba el cuello con sus desnudos brazos y besaba sus labios, y así, muy apretados el uno contra el otro, comenzaron a bailar al ritmo acompasado de las notas del conocido bolero de José Antonio Méndez, “Me faltabas tú”, que en la voz de Vicentico Valdés, sonaba en la victrola.