El día que José Feliciano casi me lía.La primera grabadora que tuve.
Por Oniel Moises Uriarte.
A mediados de los años setenta, la Habana comenzó a llenar sus calles de música escapadas de las primeras grabadoras que los marinos llegados de largas campañas pesqueras exhibían como trofeos. Si en alguna época las victrolas fueron las únicas encargadas de distribuir los boleros, sones y guarachas más populares desde cuanta esquina habanera existía un bar, desaparecidas éstas, tocaba a aquellos novedosos artefactos electrónicos, asumir la cuota de reparto musical tan necesaria para el cubano, por lo que cumpliendo su cometido, podíamos encontrarnos lo mismo en un parque, parada de ómnibus, entrada de vecindario o edificio, aquellos aparatos musicales a todo volumen, deleitándonos o estropeándonos el tímpano, al son de la música elegida por el propietario de tan ilustre invento del siglo veinte.
Michael Jackson, Los Rolling, Bob Dylan, Boney M, entre otros muchos, poblaban el panorama musical de la isla por entonces, los jóvenes mirábamos al mundo anglosajón como nuestro modelo ideal, razón que hacía de aquella música en inglés nos identificara y a la vez nos alejara de lo que en algún momento muy importante de la historia musical cubana fueran representativas aquellas voces que cultivaron el bolero.
Fue por entonces cuando comenzaron a aparecer en la Habana casetes conteniendo canciones interpretadas por una voz muy peculiar, en buen castellano y con melodías que nos pertenecían desde tiempos inmemoriales, muy conocidas en otras voces de antaño, las que consideramos en su momento, viejo y pasadas de moda, olvidadas por una generación que huía de ellas como se huye de lo que avergüenza. Sin embargo, aquella voz que comenzaba a hacer historia con nuestras canciones latinas de todos los tiempos, nos hizo reconocer el valor de lo que alguna vez fuera nuestro y teníamos el deber de rescatar. Aquel cantante era el boricua José Feliciano.
Cuando escuché por primera vez en su voz la canción “Nuestro Juramento” de Miguel Matamoros, supe que aquello sería el comienzo de una gran relación entre su música y mis gustos personales. Después vinieron “Lagrimas negras”, “Toda una vida” y “Nosotros”, entre otras muchas que han llegado hasta el día de hoy como sello de identidad de nuestros pueblos. Fue por entonces cuando la providencia puso en mis manos una de aquellas grabadoras Sanyo que me permitieron tener más cercanía con aquel cantante que se había convertido en mi favorito.
Aquel aparato, que cómodo de llevar sobre el hombro no era, se convirtió por entonces en mi aliado inseparable, me acompañaba a todas partes donde su presencia no molestase o no fuera prohibida su entrada. Me repetía de principio a fin el casete de Feliciano, incansablemente, entrando en un bucle interminable. Me aprendí canción por canción y nota por nota aquel casete.
Un día aquella costumbre de andar en todo momento con la grabadora al hombro me jugó una mala pasada. Corría por la Quinta Avenida de Miramar, en La Habana, cuando en la terminación de uno de sus tramos, dos autos negros se cruzaron y detuvieron ante mí, bajando cuatro hombres vestidos de verde olivo, mientras uno de ellos me indicaba con la mano que me detuviera, otro auto también negro se detenía y de él se bajaba Fidel Castro acompañado de otra persona vestida de civil. Nunca antes había estado tan cerca de aquella mítica figura, a la que solo en una ocasión, cuando estudiaba en la Vocacional de Vento Secundaria, pude ver entre una muchedumbre de estudiantes que le rodeaban.
El encuentro sucedió en el justo momento que desde la grabadora, alto y claro, se escuchaba la voz de Feliciano cuando cantaba -“Yo tengo que decirte la verdad, aunque me duela el alma, no quiero que después me juzgues mal por pretender callarla”. Intenté encontrar el botón de Stop en el equipo, y solo logré adelantar la cinta, hasta el momento que cantaba -“porque el destino manda y tú sabrás un día perdonar, esta verdad amarga”.
El nerviosismo que generó en mí los pocos segundos que duró la presencia de aquel hombre alto, barbudo y vistiendo un uniforme color verde olivo intenso, me hizo apretar el botón equivocado, causando que la cinta se enredara, logrando finalmente se detuviera la reproducción. No sé que pudo producir más tensión en mí, si el momento en que su mirada penetrante la dirigiera a mis ojos, si la letra de aquella canción que se escuchaba enviando el sugestivo mensaje que su letra encerrara o la voz de José Feliciano que ya para entonces en Cuba estaba prohibida su música en los medios de difusión.
Fueron quizás treinta o cuarenta segundos lo que duró aquella situación tan incómoda de la que pensé iba a salir bastante perjudicado, cuando menos confiscándome la grabadora o el maltrecho casete; cuando más, siendo detenido por insinuación ideológica a través de una canción cantada por un proscrito. Más al ver que el primero de los autos que se detuvo, ya con Fidel y su acompañante a bordo, salía raudo para incorporarse a la avenida escoltado por el segundo, me preguntaba que harían los guardias que habían quedado allí al lado del tercer auto, del que uno de ellos, en el tiempo que durara el intercambio, no me había quitado la vista de encima ni una milésima de segundo y ya más relajado al ver alejarse los coches, me mirara de una forma diferente, como diciendo mucho apenas dibujando una sonrisa compasiva.
Yo quedé paralizado en el mismo lugar hasta pasado casi un minuto, tiempo que demoré en reaccionar para sentarme en uno de aquellos bancos de granito de La Quinta Avenida e intentar desenredar la maltrecha cinta de José Feliciano, que ya nunca más sonó como debía. Aquel casete original era un regalo que me hiciera un amigo marinero unos meses atrás, quien llegado de España tras una larga campaña de pesca me lo había comprado con gran ilusión. Perder aquel casete fue como perder a uno de mis más admirados cantantes de los años de adolescente y por más que busqué y busqué entre amigos y conocidos, alguno que tuviera uno igual, nunca lo encontré. Así fue como se disipó mi interés por aquella música que en su momento tanto me cautivara y que me tuviera al borde de un serio problema en tiempos en que primaba la intolerancia a lo diferente o a lo que no comulgara con la pre-determinada línea del pensamiento único que regía por entonces.