El hombre de La Edad de Oro fue mi amigo.
Martí y su revista, para hombres elocuentes y sinceros.
Por Oniel Moisés Uriarte.
Mi vida, sin apenas proponérselo, se encauzó en un derrotero, marcado desde muy pequeño, por mi maestra de primaria Emelina Rivero, un bella anciana de cabellos blancos y lento andar, obligada por el peso de los años cargando un rollizo y pequeño cuerpo, ella, quien con apenas seis años cumplidos, puso en mis manos, una preciosa edición del libro La Edad de Oro.
Seguramente fue desde la infancia, mi edad de oro, cuando despertara la vocación martiana que me ha acompañado a lo largo de toda mi existencia, influenciada tal vez por la razón misma de estudiar en una escuela pública, que llevaba el nombre de Enrique Villuendas, condiscípulo de nuestro apóstol José Martí, creador de la idea de publicar una revista mensual dirigida a los niños, escrita en lenguaje de verdad y de belleza, en un retorno a la infancia, raíz del árbol de su propia vida.
Aquella edición del libro La Edad de Oro, que me regalara la anciana y bondadosa maestra, había sido fruto del trabajo de Gonzalo Quesada, alumno de Martí, 10 años después de la caída del maestro en Dos Ríos, reuniendo en un solo tomo, los cuatro números de la revista que se publicaran entre los meses de julio y octubre de 1889. Un libro que me cautivara a tan corta edad y con el que fui creciendo, acompañado de cuentos como el de Meñique, Nene Traviesa, El Camarón encantado, Bebé y el señor Don Pomposo, Los dos príncipes, los Tres héroes, La muñeca negra o Los dos ruiseñores y muy en espacial el poema Los zapaticos de rosa, lección de amor y solidaridad que recibiera desde pequeño y que me ha servido para toda la vida.
Fue aquel libro la primera fuente del saber de la que pude beber, primero, escuchando como nos ilustraba su contenido mi madre y luego aprendiendo a interpretar lo que era ya capaz de leer. Tenía por entonces la sensación que Martí lo había escrito para mí, identificándome en su propósito, porque justamente en sus páginas encontraba respuestas a las preguntas que ya me hacía.
Siendo ya adolescente, volví a las páginas de La Edad de Oro, intentando encontrar más respuestas y muy en especial a una de frase que leyera en la narración que más me impactaran de las contenidas en el libro, “Un paseo por la tierra de los anamitas” y que reza: < Y así son los hombres, que cada uno cree que sólo lo que él piensa y ve es la verdad> refiriéndose a 4 ciegos hindúes, que querían ver con sus manos, como era un elefante manso, cada uno sosteniendo una parte del animal y que daban por seguro que así era la forma de este. También Meñique y Los dos príncipes dejaron en mí una profunda enseñanza. El camarón encantado y La Ilíada de Homero despertaron mi interés, pero fue sin dudas la primera lectura, en la que Martí se dirige a los niños de América, la que me hizo volver una y otra vez a sus páginas <:Así queremos que los niños de América sean: hombres que digan lo que piensan, y lo digan bien: hombres elocuentes y sinceros. Para los niños trabajamos, porque los niños son los que saben querer, porque los niños son la esperanza del mundo. Y queremos que nos quieran, y nos vean como cosa de su corazón.>
De él aprendí la importancia de la solidaridad, mensaje transmitido a través de su poesía “Los zapaticos de rosa” -« ¡Se parece a los retratos Tu niña!» dijo: «¿Es de cera? ¿Quiere jugar? ¡Si quisiera!... ¿Y por qué está sin zapatos?» «Mira: ¡la mano le abrasa, Y tiene los pies tan fríos! ¡Oh, toma, toma los míos: Yo tengo más en mi casa!»
Cada estrofa del poema fue calando muy profundamente en mí, tanto, que recuerdo como si lo estuviera viviendo hoy, cuando en Cuba, allá por 1963, se hiciera una intensa campaña de solidaridad y apoyo a los niños vietnamitas. Entonces, muy orondo y orgulloso, llevara bien apretado a mi pecho en una bolsa, un pantalón, unos zapatos, que aunque de uso, bien se conservaban y una lata de leche condensada, objetos que deposite con mis propias manos, en el contenedor instalado frente a la puerta de mi escuela primaria. Un acto, que me hacía a mis escasos años, sentirme bien conmigo mismo.
“Lo que queremos es que los niños sean felices, como los hermanitos de nuestro grabado; y que si alguna vez nos encuentra un niño de América por el mundo nos apriete mucho la mano, como a un amigo viejo, y diga donde todo el mundo lo oiga: «¡Este hombre de La Edad de Oro fue mi amigo!»
Hoy tengo que reconocer que como quería Martí, yo fui un niño feliz, con pocas cosas materiales, pero bien alimentado en el saber, algo que me ayudó a crecer en sus valores y que le hizo para siempre, el amigo, en mi edad de oro, el hombre sincero, al que tendiera la mano franca y me ha acompañado por siempre, en el largo bregar por esta vida.