Los injustamente llamados “Leones”Recolectores de basura, una digna ocupación.
Por Oniel Moisés Uriarte.
Al grito de < ¡ahí vienen los leones!> el grupo de muchachos que ocupábamos la esquina de la calle Corrales, esquina a Indio, del barrio de Jesús María, en La Habana Vieja, nos levantábamos y corríamos a la desbandada. Era el aviso de que se acercaba el camión recolector de residuos, que habitualmente recorría nuestro barrio.
El apelativo de “Leones” se les endilgaba a los hombres que trabajaban en el noble oficio de mantener la ciudad limpia de desperdicios y residuos generados por la población, motivado por el nauseabundo hedor que expedía la boca trasera del camión, que sin lugar a dudas, era muy semejante al que se respiraba en la jaula de los leones del zoológico, al caer la tarde.
Habitualmente, el camión recolector de nuestra zona, subía por la calle Indios, desde Misiones hasta la calzada de Monte, siempre en el horario de la tarde, cuando los más de cuarenta muchachos que nos reuníamos en la popular esquina del barrio ya habíamos salido de la escuela. Haciéndose una costumbre, esperar su paso para gritarles “Leones” a los tres trabajadores que subidos al estribo trasero, trabajaban infatigablemente, muchas veces corriendo bastantes metros, para verter latones y todo tipo de contenedores de basuras, que iban desapareciendo en el amplio deposito, de forma mecánica.
Pasado un tiempo nos dimos cuenta, que gritarle a aquellos hombres “Leones”, no daba lugar a ofensa, ya que ni se inmutaban, impasiblemente seguían haciendo su tarea sin prestar atención a nuestras voces. Hasta un día que apareciera en la tripulación del camión, un nuevo miembro. Era un mulato muy pequeño, fuerte y con cara de pocos amigos, que llevaba siempre colgado en la comisura de los labios, un trozo de tabaco, motivo por el que fuera bautizado por nuestra tropa como “Tabaquito” y al que por una broma de muy mal gusto preparada por uno de nuestros amigos, le adicionáramos el complemento de “peste a mierda.”
Ver asomar el camión por la curva de Indio, pasada la calle Gloria y enfilando hacia Corrales, nos ponía en alerta y al unísono gritar <“Tabaquito peste a mierda”> y aquellos gritos sí que molestaban, porque no fueron pocas las veces, las que se le viera correr detrás de algún chiquillo, con el propósito de atraparle y rallarle un buen coscorrón.
Tabaquito era un ágil corredor, por lo que no se le podía dar poco tramo, para echar a correr cuando le gritábamos, si te atrapaba, podías dar por sentado que el lugar donde aterrizaran los fuertes nudillos de su tosca mano derecha, te dejarían un buen chichón por regalo. Esta era la razón por la que tomábamos todas las precauciones, intentando no exponernos demasiado y así poder evitarle.
Un día acordamos entre todos los integrantes de la pandilla de muchachos, no gritarle a Tabaquito cuando pasara. Cerca de las seis de la tarde cuando apareció el camión, subiendo por Indio y todos los que estaban sentados en el quicio de la antigua farmacia que quedaba en la intersección con la calle Corrales, se quedaron muy quietos. Así se mantuvieron hasta que el camión pasó cerca del grupo, Tabaquito, tal vez sorprendido por el hecho inaudito de no recibir los acostumbrados gritos, recogía los latones por la acera contraria a donde ellos se ubicaban, todo iba bien, hasta que a uno de los muchachos se le ocurriera soltar el acostumbrado grito y por supuesto, la concebida desbandada; Yo que me había quedado sentado en una de las puertas de la calle Indio, no escuché el momento del grito y mucho menos viera, cuando echaron a correr los otros muchachos, solo reaccioné cuando delante de mí, cual gigante, se me plantara el invocado “Tabaquito.”
Fue tan grande el susto que me diera, que lo único que atinaba a decirle muy cerca de su cara: <¡Tabaquito que no fui yo!> y lo repetí una y otra vez, lo que le iba poniendo cada vez más furioso y más fuerte eran los cocotazos que me daba. Me había inmovilizado con la fuerza de su mano izquierda aferrada a mi camisa a la altura del cuello, mientras me amagaba con el nudillo del dedo del centro de su mano derecha, que sobresalía entre los otros y al escuchar el apelativo de <Tabaquito> la descargaba en mi cabeza rapada a la malanguita. Logré zafarme a fuerza de revolverme como pez en la red y una vez libre, corrí unos metros, deteniéndome con un dolor en la cabeza que parecía estar echando chispas, me giré entonces gritándole a todo pulmón “<Tabaquito peste a mierda, bien ¿y qué?> y cada vez que este amagaba con echar a correr yo estaba ya bastante adelantado.
Nunca hice las paces con aquel buen hombre, quien durante algunos años más, siguió sirviendo en nuestro barrio y que tanta manía me cogiera, al punto que con solo distinguirme entre el grupo, le cambiaba la cara. Han pasado muchos años desde aquella etapa, en que siendo un muchacho, poco valoraba el esfuerzo y la dignidad de trabajo tan poco reconocido en la sociedad. Hoy en la distancia y con el tiempo transcurrido, me gustaría volver tenerle delante, pero no para gritarle aquel feo apodo, más bien para tenderle mi mano y al estrechar la suya sin mediar palabra transmitirle mi admiración y respeto por la tan noble labor que durante años realizara, contribuyendo a la higiene con la que crecimos en mi viejo barrio habanero.