El Malecón habanero - El Rincon Cubano

Vaya al Contenido

Menu Principal:

El Malecón habanero

Memorias > Publicciones 5
De la Punta al Torreón, sublime trayecto.
Un paseo por el Malecón habanero.
Por Oniel Moisés Uriarte.

Son muchos los cubanos y cubanas que al menos una vez hemos recorrido algún tramo o en su totalidad, los ocho kilómetros que conforman el malecón habanero, sugerente paseo marítimo, punto de encuentro de amantes, poetas, trovadores, filósofos pescadores y pensadores melancólicos, residentes o llegados a la capital cubana.

Desde donde comienza, en el Castillo de la Punta, hasta la ribera del Rio Almendares, el Mar Caribe es contenido en la calma, por un muro de concreto, que sirve de asiento a los que diariamente a él concurren. Cuando este mismo mar enfurece, la violencia con la que arremeten sus olas, ha erosionado la estructura, que hoy se ve afectada en muchos tramos del paseo. Pero si algo compensa el hecho de acudir a este emblemático sitio, es disfrutar la puesta de sol, que desde muchos ángulos se puede observar.

Muchas fueron las veces que caminara la amplia acera que conforma el paseo, bien fuera pegado al muro, o sobre él, sorteando los obstáculos y la cantidad de personas que en toda su extensión se sentaban o acostaban sobre este. Andar La Habana, por el más intenso de los paseos que tiene la capital, contemplando y a la vez descubriendo una arquitectura ecléctica sin igual, era para mí un placer inigualable. Uno de los tramos que más placer me daba desandar, era el que cubre desde el Parque Maceo hasta el Maine. Lo hacía siempre que podía, acompañado de mi pequeña hija por entonces, ella sobre el muro y yo por la acera y cuando se cansaba de ir aguantada por mi mano, algo que se producía de inmediato de dar los primeros pasos, me pedía que la cargara, lo que me procuraba un cansancio, que más que paseo era un martirio. Solo hasta el día que sin previo aviso, fui yo quien le pidiera solo con pisar la acera, que me cargara que ya estaba cansado, algo que la descolocó de tal forma que no intentó pedirme más durante el trayecto que fuera yo quien la tomara en brazos.

A lo largo del paseo del Malecón se encuentran algunos de los edificios y monumentos más representativos, entre estos puedo recordar; el Castillo de la Real Fuerza, el Castillo de San Salvador de la Punta, el Centro Hispano-Americano de Cultura, el Monumento al General Máximo Gómez, el Torreón de San Lázaro, el Hotel Nacional de Cuba, el Monumento a las Víctimas del Acorazado Maine, el Riviera Habana, el Meliá Cohiba, la Embajada de los Estados Unidos en Cuba, el Monumento a Calixto García o el Torreón de la Chorrera y mi preferido; el restaurante 1830.

En este clásico de la gastronomía capitalina, considerado uno de los restaurantes más elegantes de La Habana inmueble adquirido por la familia Currais, propietaria del restaurante la Zaragozana, que lo restauró y convirtió en el restaurante 1830, año en el que se fundó su primer establecimiento en La Habana. Recuerdo el comedor con sus cómodas sillas y mesas bien distribuidas, el pequeño escenario y el excelente servicio. Su envidiable jardín, con palmeras, plantas y mesas sembradas sobre la tierra, un lugar donde podía pasar horas y horas sin apenas darme cuenta del tiempo transcurrido.

Traigo a colación un hecho muy relacionado al lugar, que guardo en un lugar muy especial de mi memoria. Sucedió una noche, de las tantas que fuera a cenar acompañado de un primo muy cercano, clásico cubano desmedido y especulador. Era una época en que ambos teníamos un buen pasar económico y allí encontramos el sitio ideal para dar riendas sueltas a la necesidad de ser bien atendidos, al punto de sentirnos como si formáramos parte de la plantilla del restaurante. 

La noche que hoy recuerdo, después de una copiosa cena, pedimos un café y ambos coincidimos en el deseo de fumar un excelente habano marca Davidoff, que ofrecía la casa. Tras el cierre de la cocina, cerca de las 22 horas, desaparecieron las mesas, bajó la intensidad de las luces y comenzó la música en directo que invitaba al baile, acompañados por un espléndido cóctel. La mezcla fue explosiva, entre el mareo que provocara aspirar el humo del habano y el alto contenido alcohólico del “cubanito” que bebíamos, lograron mover el cuerpo de mi primo, siendo la primera vez que le veía bailar en toda su vida. Giraba al ritmo de la música y no lo hacía mal, giraba una y otra vez y mientras más dinámico era el ritmo, mas giraba mi primo, tanto que salió disparado hacia el jardín.

No sé si es que no pudo medir la distancia, o si no pudo frenar a tiempo, solo pude ver como su cuerpo cruzaba por encima del muro de piedras que separaba el cemento del agua, y como caía de espaldas al mar. Enseguida dos hombres se tiraron en su rescate y le sacaron calado hasta las cejas. Aquella fue la última vez que pude compartir con mi primo, quien días después se marchaba de forma muy silenciosa de Cuba, sin que nadie de su entorno ni de los que le conocieran pudiéramos despedirnos. Por esa razón quizás sea, que cuando evoco el malecón habanero y en especial el 1830, me venga el recuerdo de aquel, de quien la vida con sus caprichos y vaivenes, me separaran para nunca más volver a ver.


 
Regreso al contenido | Regreso al menu principal