El insuficiente riego de intencionesCuando lo malo pudo resultar positivo.
Por Oniel Moisés Uriarte.
En los comienzos del año ochenta y uno, gracias a la confusión causada por la “U” invertida de mi patrón juvenil, descubierta al realizarme un electrocardiograma en el hospital militar de Matanzas, en el cual, de forma concluyente, se confirmaba que había sido víctima de un infarto al miocardio cuando por entonces me encontraba en pleno cumplimiento del “sagrado deber con la patria”, destacado en un pueblo del interior de la provincia de Matanzas, perteneciente al municipio Colón.
Lo que no sabían los médicos que me atendieron en aquella ocasión, como tampoco lo sabía ni mi madre y menos yo, era que esa característica, en mi caso, ha sido algo hereditario de mi padre y que ni por asomo existía en mi organismo un padecimiento cardiaco, pero mucho menos sabían ellos que todo había sido generado por un aire alojado en el costado izquierdo de mi cuerpo y que al ser atendido por una amable vecina del poblado donde se encontraba enclavada mi unidad militar, esta me suministrara una abundante dosis de una pócima, según ella, milagrosa, consistente en mezclar en un cocimiento, la hoja de salvia y la manteca de maja, mezcla explosiva que al ingerirla casi me desprende un pulmón, provocando que soltara el aire que me aquejaba desde hacía ya días, expulsándole de forma muy brusca.
Este episodio generado por la confusión, por suerte me liberaba totalmente de la responsabilidad de continuar vistiendo “el glorioso uniforme verde olivo” y retornar a casa a la espera de la baja que debía otorgarme la comisión médica que valoraba mi caso, algo que finalmente sucedió. Ya para entonces mis costumbres más arraigadas tuvieron que cambiar, por prescripción de los médicos, debía dejar de fumar, comer sin grasa ni sal, hacer ejercicios y no esfuerzos físicos y llevar siempre un pequeño frasco en mis bolsillos con un medicamento salvador llamado Nitroglicerina, que debía colocar debajo de mi lengua si acaso sentía algún dolor en el pecho.
Mi madre a lo largo de un mes, estuvo siempre a mi lado pendiente de los más mínimos detalles y necesidades, cuando sentía el deseo de fumar, me ofrecía un caramelo, cuando salía a caminar por la parte de atrás del edificio donde vivíamos, no me perdía de vista, se ocupaba de que llevara una estricta dieta y que no tuviera emociones fuertes que pudieran provocarme una recaída. Treinta largos días en los que por indumentaria vestía solamente pijamas.
Un día de junio cansado del claustro impuesto por la supuesta enfermedad, enfundado en un flamante pijama de color rojo, salí a dar mi paseo de rutina consistente en rodear todo el edificio pero que en esa ocasión extendiera a unos metros más, los que poco a poco se convirtieron en un kilómetro y otro y otro, hasta que apenas sin darme cuenta me había alejado a una distancia bastante considerable de mi casa. A quien por poco le da un infarto ese día fue a mi madre, ya que al no regresar en el tiempo que normalmente lo hacía, comenzó a preocuparse y salió en mi búsqueda. Por supuesto que no pudo encontrarme, yo había caminado desde la zona 12 del Reparto Alamar donde vivíamos, hasta lo que ya por entonces se conocía por Micro 10 y no conforme con el paseo, encaminé mis pasos hacia la playa de Bacuranao. Hacía un calor agobiante ese día y en un momento quizás dado por las condiciones climáticas y el largo camino recorrido comencé a sentir que mi pulso se aceleraba y sentía que el pecho se me apretaba, por lo que echando mano del frasquito que siempre me acompañaba me coloqué una pequeñísima píldora debajo de la lengua. Confieso pensé que de aquella no salía, entonces pedí ayuda a unos ciclistas que al verme la cara descompuesta y aquel pijama rojo que me cubría el cuerpo, seguramente me dieron por loco. Al reclamo de ayuda un patrullero me asistió y me devolvió a la casa donde ya mi madre me esperaba pacientemente, algo que me causo bastante sorpresa.
La respuesta de aquella pasiva actitud de mi madre me la reveló tiempo después. Fue entonces cuando me contó que al llegar a un clima total de desespero solo atinó a llamar al médico que desde el primer momento de la supuesta enfermedad, me acompañara en mi transitar desde nuestra unidad hasta el hospital, era un médico militar de origen chileno con quien había entablado una profunda amistad. Solo él conocía la verdad de todo y por supuesto que aquel día en el que mi madre le llamara desesperadamente este le puso al día de lo sucedido para que no tuviera más preocupación, solo que al parecer ellos no contaban con que el que de verdad se creía un enfermo crónico era yo y que hasta sentía los síntomas característicos de los pacientes infartados, o sea que mi amigo medico en mi cabeza puso aquel supuesto padecimiento y yo lo creí, al punto de lograr el objetivo que se había propuesto hasta lograrlo, que me dieran la baja del servicio militar.
Nunca tuve la posibilidad de agradecer a mi amigo por su secreto tan bien guardado, por su generosidad y su fidelidad, porque días después de haber llegado a mi casa en Alamar y a la espera de la baja médica militar, supe que se había marchado de Cuba, regresando a su país con su esposa y su bebé de pocos meses de nacido, desde entonces nunca más supe de él.
Lo que si me enseñó mi amigo con aquel gesto, es que en ocasiones puntuales el silencio es necesario si con este se quiere lograr un objetivo puntual; me enseñó que siempre existe a mano un recurso inteligente cuando se sabe utilizar con mucha inteligencia y que las buenas intenciones pueden y serán solo buenas cuando a los ojos de los mal intencionados éstas se les muestran como insuficientes.