Una vez adulto, llegar hasta el Cristo de La Habana, se me hacía más fácil, al descubrir el camino más rápido, para hacer el recorrido en auto desde la ciudad, lo que facilitaba aquella estrecha identificación e indisoluble relación con el monumento. Lo que me aliviaba hacerlo como al principio lo hiciera subiendo los interminables peldaños de piedra de la empinada escalera, que conduce desde el parque de Casablanca, hasta el Instituto de Meteorología de la Habana.
También descubrí la magia del lugar, para compartir momentos de intimidad con mi pareja, siempre en las horas cercanas al comienzo de la puesta de sol, espectáculo indescriptible y único, que solo viviéndolo en carne propia se puede valorar. Me gustaba subir al Cristo de la Habana, algún libro, aprovechando la tranquilidad del sitio, donde podía disfrutar momentos de total privacidad, tan necesarios cuando se vive en una ciudad tan bulliciosa como La Habana.
Pero también encontraba allí alivio a los momentos difíciles, en los que con total confianza podía derramar lagrimas de dolor o satisfacción, sin tener que ocultar el rostro, sencillamente porque muchos de los que hasta los pies de nuestro particular Cristo de 20 metros de altura y 3 de base, regalo a los habaneros días antes del 1ro de enero de 1959, en autentico mármol de Carrara, obra de la escultora cubana Jilma Madera que sobre él dijo: “Lo hice para que lo recuerden, no para que lo adoren: es mármol”, íbamos hasta él, generalmente por razones muy similares, razón por la que no había que sentir vergüenza cuando alguien descubriera una lagrima corriendo por nuestra mejilla.
Hasta allí fui a sentarme a finales del 97, con el propósito de reflexionar tranquilamente, acerca de la decisión más importante que debía tomar en mi vida. Mirando la vieja ciudad en un día nuboso, como el mismísimo panorama sombrío, en el que se encontraba mi existencia, miraba con detenimiento cada milímetro de aquel paisaje, como queriendo grabarlo en la memoria por última vez, lo que me dio la certeza que la suerte ya estaba echada.
Sacando una moneda que desde hacía años me acompañara siempre en mis bolsillos, en particular acto solemne, escarbé la tierra y la deposité en el fondo del agujero abierto. Era mi forma personal de agradecer tantos momentos compartidos allí y a la vez comprometerme a no olvidar nunca mi fidelidad a tan especial lugar. Dejar aquello que significaba algo muy mío, también era la forma de mantenerme ligado por siempre a él y regresar, siempre regresar, de forma física o no, pero siempre regresar, porque en realidad con lo que siempre he cumplido es con el hecho de recordar, más que adorar como nos recomendara la autora de la tan magnífica obra que representa nuestro “Sagrado Corazón de Jesús” o como cariñosamente le llamamos los cubanos, el Cristo de La Habana.