¡Cógelo suave que esto aquí no es un campismo!La opción de recreo más popular para el cubano.
Por Oniel Moisés Uriarte.
Seguramente, si a Alexander Abreu con su orquesta Havana de Primera, le hubiera tocado vivir un fin de semana de su descanso semanal, en uno de aquellos sitios conocidos como Campismo Popular, diseminados por toda la geografía cubana y opción de entretenimiento familiar durante algunos años para la familia, entonces seguramente que en su canción no aparecería alusión alguna a este lugar.
Mi primer y única experiencia fue en el camping ubicado muy cerca de la playa de Jibacoa, de la que quedé puesto y convidado para siempre de utilizar aquella casi obligada única opción, que por los primeros años del noventa teníamos los cubanos.
En aquella acampada, a la que acudí muy entusiasmado, por la posibilidad de encuentro directo con la naturaleza y su entorno más original, me pasó de todo. Llegamos en las primeras horas de la tarde a bordo de un ómnibus Girón V, de los que por entonces llamábamos aspirinas, incómodos como ellos solos. Hacía mucho calor para ser el mes de Octubre y mientras nos distribuían en las cabañas que habíamos reservado me fui a la piscina para aliviar el sofoco y ¡sorpresa!, aquella estaba a rebosar de gente, no veía un trozo del borde por el que pudiera lanzarme al agua. Cuando al fin lo logré me zambullí en las cristalinas y refrescante aguas y no más salir a la superficie sentí un ardor fuertísimo en los ojos y escozor en la garganta, era el cloro que habían echado lo que me produjo una irritación en la vista que me duró buen tiempo.
La cabaña que nos tocara en suerte no estaba mal, aunque las camas literas eran un poco duras y altas. Fue estar ubicados en las cabañas y comenzar a caer un torrencial aguacero, de esos que traen consigo rayos y truenos y para colmo de males, falló la corriente eléctrica porque uno de los transformadores del camping se quemó. Aquello de por sí ya pintaba mal, sin luz cuando ya cayera la noche, ¡el desastre! y ya eran pasadas las seis de la tarde, con lo que mosquitos y todo tipo de bicho eran llamados a formación, ¡y qué mosquitos!, eran más bien caballos con lanzas atacando dos y tres a la vez.
Se prendieron los mechones de keroseno para ayudar a la precaria luz que la luna en su lento proceso de posicionarse en el cielo nos podía brindar y aquellos pequeños recintos se hicieron insoportables permanecer en ellos. En las ventanas tenían unas telas metálicas supuestamente para protegernos de los mosquitos, pero con el humo que generaban los faroles nos asfixiábamos si permanecíamos dentro, en el portal nos acribillaban los bichos y en exterior nos calábamos con el agua que caía. Al final optamos por lo último, siempre mirando al cielo y los destellos de los rayos que este nos regalaba.
Cuando amainó el temporal serian cerca de las once de la noche, el camping había quedado anegado en agua y los mosquitos se habían calmado bastante, su afán de chupar toda la sangre que podían ya lo habían cubierto al parecer. Entonces la noche fue apacible y mientras esperábamos caer en el sueño reparador del agotador día, jugábamos al parchís y las damas.
La mañana nos deparaba una larga caminata por un sendero entre arboles y la ladera de un alto cerro que conducía a un acantilado desde donde los más atrevidos se lanzaban al agua desde diferentes alturas, pero decir y hacer era algo más que eso, para llegar hasta allí había que caminar, caminar y caminar. Y en aquel camino nos cruzábamos con los que ya venían de regreso de aquella ruta casi obligada como opción de entretenimiento o adelantábamos a otros campistas saludándonos con mucha cortesía e infundiéndonos ánimo para el propósito de llegar al destino.
Resultando que no me agradó en lo absoluto porque aquello parecía más una prueba de valentía que un entretenimiento. Las mujeres que saltaban eran pocas, pero entre los hombres era como un reto a ver quien saltaba de lo más alto, pero como a mí ninguna de las alturas me venía bien fui probando bajar y bajar hasta que ya me vi sin otra opción que saltar desde casi dos metros. Más de media hora pensándolo estuve, pero ya no había otra salida, o me lanzaba al agua o no podía volver a subir por donde había bajado por estar ocupado por otros indecisos por lo que al final, me lancé. El panzazo que diera contra el agua fue tan fuerte que todos pensaron que me había hecho daño. ¡Pero no! Mi ego estaba a salvo. Subí como pude me puse la ropa y regresé al camping donde conté las horas, los minutos y hasta los segundos que me faltaban para volver a subir a La aspirina que me devolviera a la Habana.
Así terminó mi experiencia con el campismo popular, al que nunca más fui y que tampoco eché en falta. Desde entonces mi relación con el campo es muy buena, pero desde afuera, cuido la naturaleza pero no me va la aventura porque aquello que ya una vez viviera, más que una aventura fue una odisea.